Por Alejandra Dandan
Alejandro Parejo bajó de un avión primero postergado y después retrasado de Brasil y atravesó la ciudad para lograr sentarse a tiempo a declarar por primera vez sobre el secuestro y la desaparición de su mujer, Silvia de Raffaelli. Ella estuvo detenida en El Vesubio, pero él recién lo supo el año pasado, después de haber reanudado la búsqueda de la mano del Equipo Argentino de Antropología Forense. Bien, dijo Alejandro cuando le preguntaron cuál creía que era el destino de su mujer: “El destino de mi esposa no creo que sea distinto que el de unas 30 mil personas, creo que ese es el número que se maneja como desaparecidos: por eso estamos aquí, para intentar averiguarlo”.
Para 1976, Alejandro tenía unos 27 años, se había casado con Silvia, tenían dos hijos, eran maestros, habían empezado veterinaria y agronomía, pasaron a sociología, militaban en Montoneros –él en la después devastada Columna Oeste– y vivían en una casa de Villa Tesei. El 28 de diciembre a la hora de la siesta, Alejandro volvía a su casa en bicicleta y presenció el secuestro de Silvia. “Yo llegaba a casa y me pasaron dos autos: vi a una Chevy roja y creo que el otro era un Falcon oscuro, adentro había cuatro personas, y en la Chevy iban cinco: en el asiento de atrás, iba una mujer entre dos hombres que señala la casa”, contó. A él lo persiguieron. Pudo huir a la casa de sus suegros.
Después de algún tiempo, Alejandro pudo irse como refugiado del Acnur a Brasil y luego a Francia. Trabajó de camionero, de asistente en un geriátrico y terminó armado como vendedor de pieles de caballos, de conejo y de vacas con otro exiliado, un francés de las Ligas Agrarias.
El verano pasado, Alejandro se encontró a Ana María di Salvo, sobreviviente de El Vesubio. Recién entonces supo que su mujer había estado en el centro clandestino. Supo, por ejemplo, que para la Pascua del ’77 llevaron a El Vesubio un dorado a la parrilla para celebrarla.
Alejandro Parejo bajó de un avión primero postergado y después retrasado de Brasil y atravesó la ciudad para lograr sentarse a tiempo a declarar por primera vez sobre el secuestro y la desaparición de su mujer, Silvia de Raffaelli. Ella estuvo detenida en El Vesubio, pero él recién lo supo el año pasado, después de haber reanudado la búsqueda de la mano del Equipo Argentino de Antropología Forense. Bien, dijo Alejandro cuando le preguntaron cuál creía que era el destino de su mujer: “El destino de mi esposa no creo que sea distinto que el de unas 30 mil personas, creo que ese es el número que se maneja como desaparecidos: por eso estamos aquí, para intentar averiguarlo”.
Para 1976, Alejandro tenía unos 27 años, se había casado con Silvia, tenían dos hijos, eran maestros, habían empezado veterinaria y agronomía, pasaron a sociología, militaban en Montoneros –él en la después devastada Columna Oeste– y vivían en una casa de Villa Tesei. El 28 de diciembre a la hora de la siesta, Alejandro volvía a su casa en bicicleta y presenció el secuestro de Silvia. “Yo llegaba a casa y me pasaron dos autos: vi a una Chevy roja y creo que el otro era un Falcon oscuro, adentro había cuatro personas, y en la Chevy iban cinco: en el asiento de atrás, iba una mujer entre dos hombres que señala la casa”, contó. A él lo persiguieron. Pudo huir a la casa de sus suegros.
Después de algún tiempo, Alejandro pudo irse como refugiado del Acnur a Brasil y luego a Francia. Trabajó de camionero, de asistente en un geriátrico y terminó armado como vendedor de pieles de caballos, de conejo y de vacas con otro exiliado, un francés de las Ligas Agrarias.
El verano pasado, Alejandro se encontró a Ana María di Salvo, sobreviviente de El Vesubio. Recién entonces supo que su mujer había estado en el centro clandestino. Supo, por ejemplo, que para la Pascua del ’77 llevaron a El Vesubio un dorado a la parrilla para celebrarla.
No hay comentarios:
Publicar un comentario