“Demostré que los destruidos son ellos”
A Ricardo “Yilio” Cabello lo secuestraron en Bernal el 25 de agosto de 1977, cuando tenía 15 años. Empezó a militar en la Juventud Peronista, luego en Montoneros y finalmente en el ERP. Su historia fue crucial para condenar a un penitenciario.
Por Alejandra Dandan
Dice que hay una imagen que lo persiguió en los sueños durante años. Veía a sus compañeros sentados alrededor de una mesa larga, rodeada de árboles, los platos de un asado, las caras radiantes. Las primeras siempre eran más visibles. En cada uno de los sueños aparecían las caras de los compañeros secuestrados en el Vesubio. Con el paso del tiempo, las caras se iban diluyendo pero el sueño continuó hasta que volvió a pisar las ruinas del viejo centro clandestino rodeado por aquellos árboles de los sueños. El siempre se preguntó por qué habiendo tantos árboles soñaba esa mesa anclada abajo del sol. Y todavía se pregunta lo mismo, ahora muchos años más tarde.
Ricardo Cabello perdió las pistas de muchos de esos compañeros apenas dejó El Vesubio, y entre ellos perdió a varios compañeros de su barrio. En Las Cañadas, ese espacio de tierra todavía arrasada de Bernal, no quedan más que las marcas de un territorio esquirlado por los golpes de la dictadura militar. Yilio, como le dicen a Cabello en su barrio, construyó su casa arriba de la de sus padres, el lugar donde lo secuestraron la noche del operativo del 25 de agosto del ‘77, cuando tenía quince años; el lugar hoy es una casa llena de muebles viejos pero cerrada, donde baja a trabajar con soldaduras cada tanto: cuando la superficie no queda abajo de las crecidas de las napas de agua. A unas cuadras, los sobrevivientes de las esquirlas levantaron una plazoleta en memoria de las decenas de militantes de la Juventud Peronista, de Montoneros y del ERP que vivían en el barrio y trabajaban en las fábricas vecinas. Ahora los nombres son agujeros, pero de alguna manera potencian las entrañas de las casas.
Yilio se sienta a una mesa que balconea sobre ese barrio adonde ahora hay agua y luz pero todavía no llegaron las cloacas. Todo está casi como entonces, su casa era tan pobre como ahora, los secuestradores entraron por atrás porque el dinero les había alcanzado sólo para cerrar la parte de adelante, pero no había paredes por atrás.
Su declaración de testigo en el juicio oral por los crímenes del Vesubio reforzó la acumulación de pruebas en contra del jefe penitenciario de una de las guardias. Su caso no forma parte de esta etapa del juicio, pero buscó la forma de declarar: “Tenía una promesa que cumplir –dice–: y nadie tiene la vida comprada, eso me parece fundamental y después, el deseo de poder sacarme todo esto de encima que en realidad es a medias, porque uno no se lo saca de encima”. Esa promesa era una deuda que contrajo dentro del campo con Walter Hugo Manuel Prieto –un compañero desaparecido– por una golpiza de Sapo o Saporiti: le dijo que si en algún momento lo llegaba a tener adelante, le iba a romper los huesos. El juicio lo puso adelante. Yilio no le rompió los huesos a Roberto Zeolitti, pero lo hundió.
Las Cañadas de los pobres
Yilio empezó a militar en la Juventud Peronista de contrabando porque como era chico no lo dejaban. En la casa eran cinco hermanos, el padre, la madre y una abuela. “Pasamos una infancia bastante dura, mi papá se enfermó de la cabeza, no había ningún tipo de cobertura social, sí atención en los hospitales o colegios gratis pero había que parar la olla y los remedios de mi viejo llevaban más de lo que se ganaba con toda la familia trabajando.” A los siete años empezó lavando copas en los bares hasta que se dio cuenta de que no le servía de mucho y se hizo un carrito para juntar botellas, huesos y vidrios: “Lo que viniera y zafaba mucho mejor sobre todo el fin de semana: parece mentira, serían chirolas, pero para esa época nos permitía parar un día la olla”.
El padre se había roto la cabeza de tanto encorvar la cabeza sobre el calzado. “Fue duro, pero como fue duro en este barrio que era muy humilde, por eso el trabajo social que empezó a hacer Montoneros para hablar claro, con la JP fue muy importante: le empezó a abrir los ojos a la gente que se podía organizar, que se podía mejorar su vida colaborando o trabajando con el de al lado y eso nos abrió las expectativas y cambiar la realidad que era bastante triste.”
Los padres eran chilenos pero no militaban. El que empezó a militar fue Nelson Valentín Cabello, uno de sus hermanos, hoy desaparecido: “En una familia donde hay tantas necesidades y el padre está enfermo, es muy probable que cada cual agarre para su lado, sin embargo mi hermano nos enseñó a ver la vida diferente: no vivía acá, era un plato menos, trabajaba 13 o 14 horas por día en un taller de costura de calzado, y llegaba un día sábado y se ponía el delantal de mi vieja, y para aquella época cualquiera pensaría que era trolo porque acá los tipos era unos machos bárbaros: se emborrachaban, y era normal ver correr a una mujer y el tipo atrás mamado totalmente”.
Nelson Valentín había empezado a militar en el ERP, ese espacio político al que Yilio se sumó cuando dejó Montoneros. A su hermano lo secuestraron el 9 de abril de 1976 y Yilio fue el único que fue quedando y se quedó en el barrio cuando sus compañeros empezaron a desaparecer. En 1977, la casa estaba “limpia” y era un refugio para los que volvían clandestinos a visitar a los padres.
“Su hijo es montonero, señora”
“Yo estaba durmiendo acá abajo, siento golpes en la puerta: cuando intento levantarme ya tenía dos tipos apuntándome con armas.” Serían unos diez, unos por adelante otros por atrás. Yilio tenía un reloj, le dijeron que si quería podía llevarlo: “Teníamos una sola cama, yo tenía sofá cama, y una sola pieza para dormir, y yo dormía afuera, y bueno, me puse el reloj contento, sabía lo que me esperaba, pero no que me iban a chorear ni bien pasara la puerta”.
Le pegaron culatazos afuera. Los que comandaban el operativo le dijeron a su madre: “Su hijo es montonero, señora”. Yilio pensó que se habían confundido porque él a esa altura era del PRT, pero no dijo nada. Lo pusieron en el baúl, hicieron unas paradas y en la ruta observó que estaba amaneciendo por los agujeros del baúl preparado para secuestrar. Notó unos palitos de los árboles en el suelo cuando ya estaba en lo que años después supo que era El Vesubio.
“Un lugar bastante desagradable –dice–. Llegué justo para la comida, asco daba: era arroz crudo, tenía pimentón porque era algo colorado el caldito que en realidad era agua tibia que le enchufaron al arroz, y tenía unos pedacitos de achuras: cuando me lo pusieron cerca casi me volteó, era maloliente, un asco... Yo no podía tomar líquido ni nada porque estaba muy torturado... Ahí pasé 45 días.”
No se acuerda ni del ruido de los perros, sí de vacas o que había una pileta a la que nunca vio: “Sí pájaros. Mientras yo estuve, una sola vez desinfectaron con acaroína, pero no nos sacaron afuera para nada: pasaron un trapo y otra vez la colchoneta”.
En la tortura le preguntaron por tres compañeros: Lalo Garzón, hoy desaparecido; Paulino Acosta, que hacía un par de años se había ido, y el Flaco Palito, un militante del que no sabía el apellido y nunca lograron agarrar. “Pero era un trabajo piscológico y tenían muy buena información –dice–; cuando terminaron de torturarme, habrán pasado tres o tres horas y media, como vieron que a golpes no me iban a sacar nada, no sé si no tenían un psicólogo, comienzan a hacer una tortura más bien psicológica.”
Alguien que todavía no está identificado, llamado El Vasco, sacó una pistola. Le dijo que era como Dios, que hacía lo que quería, que mataba a cualquiera.
–Yo te voy a demostrar que nosotros somos mucho más vivos que ustedes –le dijo–. ¿Vos viste que en tu barrio andan diciendo que Chaelo está muerto?
–Sí, está muerto –dijo él como para decir algo, para que no le pegaran más.
–¿Viste que sos un boludo? ¡A Chaelo lo tenemos nosotros!
–No, mentira –respondió–. Chaelo está muerto.
–¡Son unos tarados ustedes! ¡Nosotros nos reímos de ustedes! Los agarramos cuando queremos.
–Mentira: Chaelo está muerto, todo el mundo lo sabe –repitió.
–Bueno –le dijo el represor–, ahora te voy a demostrar que no está muerto.
Chaelo estaba secuestrado en El Vesubio. Cuando lo pusieron adelante de Yilio, le dijo que no tenía nada que ver. Lo abrazó fuerte y, en cuanto pudo, le dijo algo al oído: “Que no te conecten con el ERP, deciles que sos de la JP”. Yilio no sabía por dónde venía la mano: “Después entraron, me siguieron torturando un poco más y les dije que había sido de la Juventud Peronista, y pararon”. Se fueron todos menos El Vasco: “Volvió a prender la picana y me siguió torturando un poco más de diez o quince minutos sin preguntas ni nada, solamente torturándome: me habían quemado las piernas, estaba hecho hilachas, los testículos eran dos pelotas de fútbol y me dice: `Esto es para demostrarte que acá torturamos todos`”.
El final
El presidente del Tribunal Oral Federal 4 le preguntó si quería decir algo más. Y él lo dijo: “Les dije que yo era un tipo feliz, que continuaba mi militancia, que siempre había seguido militando; que formo parte de una agrupación que lleva el nombre del responsable mío en el ERP, Enrique Rolón, y que esa agrupación integra el Frente para la Victoria. Que ellos están ahí, que a mí nadie me perseguía, que eran presos, que eran reos... más o menos esas palabras porque yo considero que lo que pretendieron fue destruirme. Quise demostrarles que a mí no me habían destruido, que los destruidos eran ellos”.
A Ricardo “Yilio” Cabello lo secuestraron en Bernal el 25 de agosto de 1977, cuando tenía 15 años. Empezó a militar en la Juventud Peronista, luego en Montoneros y finalmente en el ERP. Su historia fue crucial para condenar a un penitenciario.
Por Alejandra Dandan
Dice que hay una imagen que lo persiguió en los sueños durante años. Veía a sus compañeros sentados alrededor de una mesa larga, rodeada de árboles, los platos de un asado, las caras radiantes. Las primeras siempre eran más visibles. En cada uno de los sueños aparecían las caras de los compañeros secuestrados en el Vesubio. Con el paso del tiempo, las caras se iban diluyendo pero el sueño continuó hasta que volvió a pisar las ruinas del viejo centro clandestino rodeado por aquellos árboles de los sueños. El siempre se preguntó por qué habiendo tantos árboles soñaba esa mesa anclada abajo del sol. Y todavía se pregunta lo mismo, ahora muchos años más tarde.
Ricardo Cabello perdió las pistas de muchos de esos compañeros apenas dejó El Vesubio, y entre ellos perdió a varios compañeros de su barrio. En Las Cañadas, ese espacio de tierra todavía arrasada de Bernal, no quedan más que las marcas de un territorio esquirlado por los golpes de la dictadura militar. Yilio, como le dicen a Cabello en su barrio, construyó su casa arriba de la de sus padres, el lugar donde lo secuestraron la noche del operativo del 25 de agosto del ‘77, cuando tenía quince años; el lugar hoy es una casa llena de muebles viejos pero cerrada, donde baja a trabajar con soldaduras cada tanto: cuando la superficie no queda abajo de las crecidas de las napas de agua. A unas cuadras, los sobrevivientes de las esquirlas levantaron una plazoleta en memoria de las decenas de militantes de la Juventud Peronista, de Montoneros y del ERP que vivían en el barrio y trabajaban en las fábricas vecinas. Ahora los nombres son agujeros, pero de alguna manera potencian las entrañas de las casas.
Yilio se sienta a una mesa que balconea sobre ese barrio adonde ahora hay agua y luz pero todavía no llegaron las cloacas. Todo está casi como entonces, su casa era tan pobre como ahora, los secuestradores entraron por atrás porque el dinero les había alcanzado sólo para cerrar la parte de adelante, pero no había paredes por atrás.
Su declaración de testigo en el juicio oral por los crímenes del Vesubio reforzó la acumulación de pruebas en contra del jefe penitenciario de una de las guardias. Su caso no forma parte de esta etapa del juicio, pero buscó la forma de declarar: “Tenía una promesa que cumplir –dice–: y nadie tiene la vida comprada, eso me parece fundamental y después, el deseo de poder sacarme todo esto de encima que en realidad es a medias, porque uno no se lo saca de encima”. Esa promesa era una deuda que contrajo dentro del campo con Walter Hugo Manuel Prieto –un compañero desaparecido– por una golpiza de Sapo o Saporiti: le dijo que si en algún momento lo llegaba a tener adelante, le iba a romper los huesos. El juicio lo puso adelante. Yilio no le rompió los huesos a Roberto Zeolitti, pero lo hundió.
Las Cañadas de los pobres
Yilio empezó a militar en la Juventud Peronista de contrabando porque como era chico no lo dejaban. En la casa eran cinco hermanos, el padre, la madre y una abuela. “Pasamos una infancia bastante dura, mi papá se enfermó de la cabeza, no había ningún tipo de cobertura social, sí atención en los hospitales o colegios gratis pero había que parar la olla y los remedios de mi viejo llevaban más de lo que se ganaba con toda la familia trabajando.” A los siete años empezó lavando copas en los bares hasta que se dio cuenta de que no le servía de mucho y se hizo un carrito para juntar botellas, huesos y vidrios: “Lo que viniera y zafaba mucho mejor sobre todo el fin de semana: parece mentira, serían chirolas, pero para esa época nos permitía parar un día la olla”.
El padre se había roto la cabeza de tanto encorvar la cabeza sobre el calzado. “Fue duro, pero como fue duro en este barrio que era muy humilde, por eso el trabajo social que empezó a hacer Montoneros para hablar claro, con la JP fue muy importante: le empezó a abrir los ojos a la gente que se podía organizar, que se podía mejorar su vida colaborando o trabajando con el de al lado y eso nos abrió las expectativas y cambiar la realidad que era bastante triste.”
Los padres eran chilenos pero no militaban. El que empezó a militar fue Nelson Valentín Cabello, uno de sus hermanos, hoy desaparecido: “En una familia donde hay tantas necesidades y el padre está enfermo, es muy probable que cada cual agarre para su lado, sin embargo mi hermano nos enseñó a ver la vida diferente: no vivía acá, era un plato menos, trabajaba 13 o 14 horas por día en un taller de costura de calzado, y llegaba un día sábado y se ponía el delantal de mi vieja, y para aquella época cualquiera pensaría que era trolo porque acá los tipos era unos machos bárbaros: se emborrachaban, y era normal ver correr a una mujer y el tipo atrás mamado totalmente”.
Nelson Valentín había empezado a militar en el ERP, ese espacio político al que Yilio se sumó cuando dejó Montoneros. A su hermano lo secuestraron el 9 de abril de 1976 y Yilio fue el único que fue quedando y se quedó en el barrio cuando sus compañeros empezaron a desaparecer. En 1977, la casa estaba “limpia” y era un refugio para los que volvían clandestinos a visitar a los padres.
“Su hijo es montonero, señora”
“Yo estaba durmiendo acá abajo, siento golpes en la puerta: cuando intento levantarme ya tenía dos tipos apuntándome con armas.” Serían unos diez, unos por adelante otros por atrás. Yilio tenía un reloj, le dijeron que si quería podía llevarlo: “Teníamos una sola cama, yo tenía sofá cama, y una sola pieza para dormir, y yo dormía afuera, y bueno, me puse el reloj contento, sabía lo que me esperaba, pero no que me iban a chorear ni bien pasara la puerta”.
Le pegaron culatazos afuera. Los que comandaban el operativo le dijeron a su madre: “Su hijo es montonero, señora”. Yilio pensó que se habían confundido porque él a esa altura era del PRT, pero no dijo nada. Lo pusieron en el baúl, hicieron unas paradas y en la ruta observó que estaba amaneciendo por los agujeros del baúl preparado para secuestrar. Notó unos palitos de los árboles en el suelo cuando ya estaba en lo que años después supo que era El Vesubio.
“Un lugar bastante desagradable –dice–. Llegué justo para la comida, asco daba: era arroz crudo, tenía pimentón porque era algo colorado el caldito que en realidad era agua tibia que le enchufaron al arroz, y tenía unos pedacitos de achuras: cuando me lo pusieron cerca casi me volteó, era maloliente, un asco... Yo no podía tomar líquido ni nada porque estaba muy torturado... Ahí pasé 45 días.”
No se acuerda ni del ruido de los perros, sí de vacas o que había una pileta a la que nunca vio: “Sí pájaros. Mientras yo estuve, una sola vez desinfectaron con acaroína, pero no nos sacaron afuera para nada: pasaron un trapo y otra vez la colchoneta”.
En la tortura le preguntaron por tres compañeros: Lalo Garzón, hoy desaparecido; Paulino Acosta, que hacía un par de años se había ido, y el Flaco Palito, un militante del que no sabía el apellido y nunca lograron agarrar. “Pero era un trabajo piscológico y tenían muy buena información –dice–; cuando terminaron de torturarme, habrán pasado tres o tres horas y media, como vieron que a golpes no me iban a sacar nada, no sé si no tenían un psicólogo, comienzan a hacer una tortura más bien psicológica.”
Alguien que todavía no está identificado, llamado El Vasco, sacó una pistola. Le dijo que era como Dios, que hacía lo que quería, que mataba a cualquiera.
–Yo te voy a demostrar que nosotros somos mucho más vivos que ustedes –le dijo–. ¿Vos viste que en tu barrio andan diciendo que Chaelo está muerto?
–Sí, está muerto –dijo él como para decir algo, para que no le pegaran más.
–¿Viste que sos un boludo? ¡A Chaelo lo tenemos nosotros!
–No, mentira –respondió–. Chaelo está muerto.
–¡Son unos tarados ustedes! ¡Nosotros nos reímos de ustedes! Los agarramos cuando queremos.
–Mentira: Chaelo está muerto, todo el mundo lo sabe –repitió.
–Bueno –le dijo el represor–, ahora te voy a demostrar que no está muerto.
Chaelo estaba secuestrado en El Vesubio. Cuando lo pusieron adelante de Yilio, le dijo que no tenía nada que ver. Lo abrazó fuerte y, en cuanto pudo, le dijo algo al oído: “Que no te conecten con el ERP, deciles que sos de la JP”. Yilio no sabía por dónde venía la mano: “Después entraron, me siguieron torturando un poco más y les dije que había sido de la Juventud Peronista, y pararon”. Se fueron todos menos El Vasco: “Volvió a prender la picana y me siguió torturando un poco más de diez o quince minutos sin preguntas ni nada, solamente torturándome: me habían quemado las piernas, estaba hecho hilachas, los testículos eran dos pelotas de fútbol y me dice: `Esto es para demostrarte que acá torturamos todos`”.
El final
El presidente del Tribunal Oral Federal 4 le preguntó si quería decir algo más. Y él lo dijo: “Les dije que yo era un tipo feliz, que continuaba mi militancia, que siempre había seguido militando; que formo parte de una agrupación que lleva el nombre del responsable mío en el ERP, Enrique Rolón, y que esa agrupación integra el Frente para la Victoria. Que ellos están ahí, que a mí nadie me perseguía, que eran presos, que eran reos... más o menos esas palabras porque yo considero que lo que pretendieron fue destruirme. Quise demostrarles que a mí no me habían destruido, que los destruidos eran ellos”.
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