“Una cosa tan brutal me rompió la vida”
Por Alejandra Dandan
Cuando la fiscalía le preguntó cuáles eran las secuelas que le había dejado el secuestro, Noemí Fernández Alvarez explicó que el cautiverio le rompió la vida: “Yo tenía veinte años, estaba estudiando y una cosa tan brutal me rompió la vida: me costó mucho superarlo. La primera vez que salí quedé muy mal psíquicamente, y físicamente tenía un estado lamentable. Durante las primeras semanas no me atrevía a salir a la calle. Mi deseo era ponerme en posición fetal, de donde deduzco que tenía una depresión brutal”.
Pasaron unos meses y volvieron a secuestrarla por unos días. Y luego, el mismo hombre que la primera vez la había liberado le dijo: o te vas del país o te matamos. Noemí se fue a vivir a España desde donde ayer declaró en la causa por los crímenes de El Vesubio: “Me tuve que venir con lo puesto y empezar de menos diez, porque el exilio no es empezar de cero: es menos que eso, uno llega a un país donde no conoce nada, viene muy mal. Y en Madrid, de hecho, estuve enferma: tuve que recibir tratamiento médico y psicológico y creo que ahora estoy increíblemente bien para lo que viví”.
Desde el consulado argentino en Madrid, esa mujer que ahora es abogada volvió a hablar de su secuestro y el de su compañero Horacio Ramiro Vivas, como lo había hecho ante la Conadep. Cuando los integrantes del Tribunal Oral Federal 4 le preguntaron si había tenido actividad política, social o cultural antes del secuestro, Noemí confirmó que no. Que finalmente la largaron porque consideraron que había caído de “garrón”.
A las 21 del 2 de junio de 1976, ella llegaba con su pareja a la casa de la calle Echeverría, en Belgrano. Irrumpieron unos hombres sin uniformes, armados, y luego de destrozar buena parte de la casa, golpearon a Horacio mientras le hacían preguntas. Al cabo de una hora se lo llevaron, ella se quedó con los tres hijos: “No me preguntaron nada, me quedé unas dos horas tratando de calmar a los niños y viendo con quién los podía dejar”. Cuando consiguió calmarlos y salió, en el zaguán se encontró a una patota. Le taparon los ojos y la subieron a un coche. Calculó que eran más de cinco personas las que se movían con ella, con otros dos autos. Ese fue el comienzo del primero de los dos cautiverios. “La marcha se hizo muy rápida, al cabo de una hora el coche se paró ante lo que supongo una verja o tranquera, y se oyó que se abría el portón.”
El Vesubio estaba a metros del cruce del Camino de Cintura y la Autopista Riccheri. Apenas llegó, la desnudaron y la sumergieron en agua helada. “Me metían la cabeza y me preguntaban el nombre de guerra. Yo resistí todo lo que pude. No sé cuánto tiempo habrá pasado cuando me ahogué y no tuve más conciencia, hasta que me doy cuenta de que estoy cerca de una chimenea, porque oía trepidar el fuego, estaba atada y me estaban reanimando.” Unas voces decían que se les estaba yendo o se les había ido. Y ella todavía siente que no sabe si estaba viva o muerta. Pasó de un sábado a un miércoles en esa inconsciencia, hasta que despertó. “Estaba aterrada, con los ojos vendados, desesperada: hablaba y preguntaba dónde estoy, qué pasa. Me dieron una paliza brutal porque ahí no se podía hablar: aprendí rápidamente que no se podía.”
En el espacio donde estaba había unas diez o veinte personas. Los ojos vendados, las colchonetas inmundas. “Había guardias, cinco o seis personas organizadas en turnos de 24 por 48 horas.” Se ocupaban de mantener vivos a los secuestrados, y de ponerlos a disposición de los torturadores, que entraban y salían del centro clandestino, llegaban en autos, despertando a los perros. “Se oía ladrar perros, recuerdo esos detalles porque estaba aterrada, creía que venían a torturarme a mí, como efectivamente me tocó en más de una ocasión.”
Noemí Fernández Alvarez mencionó la picana eléctrica, pero antes de seguir le preguntó al Tribunal si quería detalles sobre la tortura. En línea con lo que están intentando hacer algunas querellas, para las que la tortura ya está probada, el presidente del tribunal, Leopoldo Bruglia, la alentó a hacer lo que quisiera. “Tenían como un elástico –contó ella–, nos ataban los manos y pies a cada extremo, estaba totalmente desnuda, nos aplicaban picana al tiempo que nos interrogaban con golpes intercalados, amenazas, gritos, en fin, una situación espantosa. Fueron al menos dos ocasiones y luego nos dejaban tirados y maltrechos, y otra vez nos llevaban a aquella habitación donde nos tenían depositados. Pasábamos frío y hambre.”
En ese mismo lugar estaba Haroldo Conti: “Estaba muy herido, anímica y físicamente muy mal. Recuerdo el día que se lo llevaron”. Ese día, un guardia anunció el traslado de ocho personas a Neuquén: entre ellos estaban Conti y también Noemí. Pero, al día siguiente, sólo siete de los ocho se fueron: todos excepto ella. “Cuando yo desesperada pregunté por qué no me llevaban, una de las guardias menos inhumanas me dijo que me tranquilizara, que los que se habían llevado iban a ser boleta.” Noemí está segura de que Conti estaba en ese grupo. Dijo que fue el 20 de junio, se acordaba de la fecha porque era el tercer domingo de junio, Día del Padre: “Y yo sabía que Conti tenía un niño muy pequeño y pensaba en la ironía del destino, que justamente se lo llevan el 20 de junio”.
También está convencida de que, en el mismo lugar, estuvo con ella Raymundo Gleyser. Los guardias hablaban del cineasta. En el sótano había otras tres mujeres a las que llamó “las veteranas”, porque parecían llevar meses ahí: Analía Magliaro, Alicia Carriquiriborde, Alicia Delatorre.
Entre los acusados de El Vesubio, hay cinco hombres del Servicio Penitenciario, eran los guardias y están detenidos, y tres militares, que están fuera de prisión. Noemí habló de dos de ellos para dar cuenta de lo que llamó como su “rocambolesca” liberación: “Una de las guardias me dice que el Coronel me quería dar la libertad, pero el Alemán no. Me sacaron para entrevistarme, una vez con el Alemán y otra con el Coronel, que al parecer era el que más mandaba. Al final me interrogaron los dos y al tiempo me sacaron en un coche. Yo estaba aterrada, pero me decían: ‘tranquila’. Me dejaron en la calle, dijeron que me soltaron por orden del Coronel”. El Coronel es, aparentemente, el capitán Asiglia, alias el Francés, ese hombre perfumado del que hablan una y otra vez las víctimas. La bestial imagen del Alemán corresponde al penitenciario Alberto Neuendorf, alias Neuman o Hitler, que fue jefe del centro clandestino y está muerto.
En noviembre del ’76 volvieron a secuestrarla durante una semana. Y el 18 de ese mes viajó a España.
Por Alejandra Dandan
Cuando la fiscalía le preguntó cuáles eran las secuelas que le había dejado el secuestro, Noemí Fernández Alvarez explicó que el cautiverio le rompió la vida: “Yo tenía veinte años, estaba estudiando y una cosa tan brutal me rompió la vida: me costó mucho superarlo. La primera vez que salí quedé muy mal psíquicamente, y físicamente tenía un estado lamentable. Durante las primeras semanas no me atrevía a salir a la calle. Mi deseo era ponerme en posición fetal, de donde deduzco que tenía una depresión brutal”.
Pasaron unos meses y volvieron a secuestrarla por unos días. Y luego, el mismo hombre que la primera vez la había liberado le dijo: o te vas del país o te matamos. Noemí se fue a vivir a España desde donde ayer declaró en la causa por los crímenes de El Vesubio: “Me tuve que venir con lo puesto y empezar de menos diez, porque el exilio no es empezar de cero: es menos que eso, uno llega a un país donde no conoce nada, viene muy mal. Y en Madrid, de hecho, estuve enferma: tuve que recibir tratamiento médico y psicológico y creo que ahora estoy increíblemente bien para lo que viví”.
Desde el consulado argentino en Madrid, esa mujer que ahora es abogada volvió a hablar de su secuestro y el de su compañero Horacio Ramiro Vivas, como lo había hecho ante la Conadep. Cuando los integrantes del Tribunal Oral Federal 4 le preguntaron si había tenido actividad política, social o cultural antes del secuestro, Noemí confirmó que no. Que finalmente la largaron porque consideraron que había caído de “garrón”.
A las 21 del 2 de junio de 1976, ella llegaba con su pareja a la casa de la calle Echeverría, en Belgrano. Irrumpieron unos hombres sin uniformes, armados, y luego de destrozar buena parte de la casa, golpearon a Horacio mientras le hacían preguntas. Al cabo de una hora se lo llevaron, ella se quedó con los tres hijos: “No me preguntaron nada, me quedé unas dos horas tratando de calmar a los niños y viendo con quién los podía dejar”. Cuando consiguió calmarlos y salió, en el zaguán se encontró a una patota. Le taparon los ojos y la subieron a un coche. Calculó que eran más de cinco personas las que se movían con ella, con otros dos autos. Ese fue el comienzo del primero de los dos cautiverios. “La marcha se hizo muy rápida, al cabo de una hora el coche se paró ante lo que supongo una verja o tranquera, y se oyó que se abría el portón.”
El Vesubio estaba a metros del cruce del Camino de Cintura y la Autopista Riccheri. Apenas llegó, la desnudaron y la sumergieron en agua helada. “Me metían la cabeza y me preguntaban el nombre de guerra. Yo resistí todo lo que pude. No sé cuánto tiempo habrá pasado cuando me ahogué y no tuve más conciencia, hasta que me doy cuenta de que estoy cerca de una chimenea, porque oía trepidar el fuego, estaba atada y me estaban reanimando.” Unas voces decían que se les estaba yendo o se les había ido. Y ella todavía siente que no sabe si estaba viva o muerta. Pasó de un sábado a un miércoles en esa inconsciencia, hasta que despertó. “Estaba aterrada, con los ojos vendados, desesperada: hablaba y preguntaba dónde estoy, qué pasa. Me dieron una paliza brutal porque ahí no se podía hablar: aprendí rápidamente que no se podía.”
En el espacio donde estaba había unas diez o veinte personas. Los ojos vendados, las colchonetas inmundas. “Había guardias, cinco o seis personas organizadas en turnos de 24 por 48 horas.” Se ocupaban de mantener vivos a los secuestrados, y de ponerlos a disposición de los torturadores, que entraban y salían del centro clandestino, llegaban en autos, despertando a los perros. “Se oía ladrar perros, recuerdo esos detalles porque estaba aterrada, creía que venían a torturarme a mí, como efectivamente me tocó en más de una ocasión.”
Noemí Fernández Alvarez mencionó la picana eléctrica, pero antes de seguir le preguntó al Tribunal si quería detalles sobre la tortura. En línea con lo que están intentando hacer algunas querellas, para las que la tortura ya está probada, el presidente del tribunal, Leopoldo Bruglia, la alentó a hacer lo que quisiera. “Tenían como un elástico –contó ella–, nos ataban los manos y pies a cada extremo, estaba totalmente desnuda, nos aplicaban picana al tiempo que nos interrogaban con golpes intercalados, amenazas, gritos, en fin, una situación espantosa. Fueron al menos dos ocasiones y luego nos dejaban tirados y maltrechos, y otra vez nos llevaban a aquella habitación donde nos tenían depositados. Pasábamos frío y hambre.”
En ese mismo lugar estaba Haroldo Conti: “Estaba muy herido, anímica y físicamente muy mal. Recuerdo el día que se lo llevaron”. Ese día, un guardia anunció el traslado de ocho personas a Neuquén: entre ellos estaban Conti y también Noemí. Pero, al día siguiente, sólo siete de los ocho se fueron: todos excepto ella. “Cuando yo desesperada pregunté por qué no me llevaban, una de las guardias menos inhumanas me dijo que me tranquilizara, que los que se habían llevado iban a ser boleta.” Noemí está segura de que Conti estaba en ese grupo. Dijo que fue el 20 de junio, se acordaba de la fecha porque era el tercer domingo de junio, Día del Padre: “Y yo sabía que Conti tenía un niño muy pequeño y pensaba en la ironía del destino, que justamente se lo llevan el 20 de junio”.
También está convencida de que, en el mismo lugar, estuvo con ella Raymundo Gleyser. Los guardias hablaban del cineasta. En el sótano había otras tres mujeres a las que llamó “las veteranas”, porque parecían llevar meses ahí: Analía Magliaro, Alicia Carriquiriborde, Alicia Delatorre.
Entre los acusados de El Vesubio, hay cinco hombres del Servicio Penitenciario, eran los guardias y están detenidos, y tres militares, que están fuera de prisión. Noemí habló de dos de ellos para dar cuenta de lo que llamó como su “rocambolesca” liberación: “Una de las guardias me dice que el Coronel me quería dar la libertad, pero el Alemán no. Me sacaron para entrevistarme, una vez con el Alemán y otra con el Coronel, que al parecer era el que más mandaba. Al final me interrogaron los dos y al tiempo me sacaron en un coche. Yo estaba aterrada, pero me decían: ‘tranquila’. Me dejaron en la calle, dijeron que me soltaron por orden del Coronel”. El Coronel es, aparentemente, el capitán Asiglia, alias el Francés, ese hombre perfumado del que hablan una y otra vez las víctimas. La bestial imagen del Alemán corresponde al penitenciario Alberto Neuendorf, alias Neuman o Hitler, que fue jefe del centro clandestino y está muerto.
En noviembre del ’76 volvieron a secuestrarla durante una semana. Y el 18 de ese mes viajó a España.
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