martes, 8 de febrero de 2011

“El sadismo era violar a embarazadas”

Elena Alfaro, sobreviviente de El Vesubio.

Siete meses estuvo secuestrada, embarazada, padeció el infierno. El responsable directo de su cautiverio, Pedro Durán Sáenz, goza todavía de libertad. Suárez Mason la dejó salir. Su parto estaba previsto para un día después.
Por Alejandra Dandan

De pronto, Elena Alfaro habló directamente con el presidente del Tribunal. “Ellos ya se habían dado cuenta: yo estaba embarazada de cuatro meses, señor presidente, mi embarazo era notorio, pero el sadismo era violarse a las embarazadas.” Y el sadismo llegó a más: “En los campos vimos lo que no tenía que verse, y el traidor fue fabricado adentro de los campos: eso es lo que pasó, señor, si vamos a decir la verdad, que sea esa.”

Elena Alfaro estuvo siete meses en El Vesubio. Es una de las pocas sobrevivientes de 1977. Su testimonio era uno de los más esperados en las audiencias que sigue el Tribunal Oral Federal 4, y el último posiblemente antes del comienzo de los alegatos. Los miedos con los que ella bajó en Ezeiza en 1985 para declarar ante la Conadep tal vez todavía expliquen que desde hace meses busca lugares alternativos a las embajadas o consulados argentinos en el exterior para dar su testimonio. Ayer declaró finalmente desde una organizacion no gubernamental en Francia. A las ocho treinta de la mañana argentina, se conectó a una computadora. Aquel hombre, Pedro Durán Sáenz, uno de los sujetos del sadismo, el jefe del centro clandestino, a quien ella llamó todopoderoso, el que se regodeó con las violaciones y a quien su testimonio duro y crudo terminó de hundir como pocas veces había sucedido, estaba ahí, sentado frente a la pantalla, con la cara semidormida y pesada rebotando contra una pared. Y peor: si Elena Alfaro hubiese declarado en Buenos Aires podría haberse cruzado con él en uno de los pasillos de Comodoro Py durante los intervalos: como sucede con los otros dos militares acusados, el jefe de El Vesubio está en libertad –como recordó ayer uno de los abogados–, está excarcelado por las garantías del debido proceso. El juez Daniel Rafecas puede detenerlo por las pruebas de Vesubio II, pero no lo hace. Afortunadamente, Elena Alfaro no se lo cruzó, porque se quedó en Francia.

El infierno

A ella la secuestraron en la medianoche del 19 de abril del ’77, a cuatro días de sus 25 años. Estaba en su casa con el camisón que meses después prestó a una de las secuestradas que iba a dar a luz. Descansaba por el estado de su propio embarazo y, aunque no lo sabía, a las cuatro de la tarde habían secuestrado a su compañero Luis Alberto Fabbri en una cita cantada. A Elena la llevaron a El Vesubio. “Me llevan a sala de torturas, escucho los gritos terribles de todo el mundo, porque ahí había diferentes salas”, dijo. Desnuda, atada de manos y piernas, la picana. Le hicieron ver las torturas de Luis, y a él las suyas: Luis estaba destrozado, dijo, “la cara hinchada y las encías sangrantes, lo atan a la misma cama conmigo, ahí pudimos hablar”.

Pudo ver las botas que había visto en la sala de torturas: las botas que eran de Durán Sáenz. Todavía tenía referencias. “Eran referencias que podíamos ir teniendo porque uno pierde los sentidos del tiempo, no sabe si es de día o de noche, no tengo idea de cuánto pasó, si oigo los gritos y reconozco las voces.”

Pasó por un régimen duro en las cuchas de mujeres: esas dos habitaciones contiguas, sin puertas y con las ventanas clausuradas, y con un gancho a la altura del zócalo de cada celda, desde donde ataban a las mujeres con cadenas. “El castigo más terrible era cuando alguno no cumplía las reglas –dijo–, había palizas para todos, y en un lugar donde la vida estaba totalmente desarticulada, si nos odiaban todos los días, vivíamos sumergidos en el odio.” Era el comienzo de la despersonalización, el momento en el que empezó a ser “O-8”.

“Esto quiero englobarlo en un pensamiento –dijo–: no fue por azar, tuvo que ver con una ideología bien determinada que permitió este tipo de genocidio, como por ejemplo buscar un lugar aislado donde estábamos separados del exterior: nadie podía ver de afuera ni nosotros el exterior.” En ese territorio “extrajurídico” se hacían a la idea de que la ley la hacían los “señores de la muerte”: el jefe del campo era el encargado de hacer la ley.

Durán Sáenz aseguraba formar parte de una elite de “contrainteligencia”: todos los que estaban ahí eran hombres de Inteligencia, de la Policía Federal, la bonaerense o del Ejército, pero la “contrainteligencia era la casta superior”. Y en esos primeros días en que estuvo supo que Durán Sáenz usaba a las mujeres como mano de obra esclava. “Siempre había una que iba y venía de la jefatura, y traía información.” En esos días, había traído a dos secuestradas del infierno: el jefe las seleccionó, dijo ella, él mismo decía que estaban muy flacas, en estado animal, él les daba de comer, las dejaba bañar y a Silvia la obligó a vivir con él. “Esa idea de traer mujeres a El Vesubio no fue por azar –explicó–: Durán Sáenz organizaba robos de autos en los camiones mosquito que transportan autos 0 K haciendo participar a mujeres, para decir que lo hacían los Montoneros”.

Los autos que repartió entre su gente le ocasionaron algún problema. Un día les cambiaron las ropas a las dos mujeres, las torturaron y las llevaron a las cuchas: en ese momento Elena las conoció, y esa misma noche, en pleno silencio, las trasladaron.

Su testimonio más que en escenas abundó en datos: mencionó a la médica y la enfermera del Hospital de Quilmes, a Elizabeth Kasemann, Héctor Oesterheld, con el que pasó los siete meses, y aclaró que mientras estuvo habrán pasado entre 2500 y 3000 personas. Habló del intercambio de prisioneros como el caso de un secuestrado de la ESMA que pusieron en la sala Q, donde llegó a visitarlo Adolfo Scilingo. También de listados que se escribían todos los días con el relevamiento de los detenidos y de la violencia sexual a la mujer.

El 18 de mayo despidió a su compañero: Luis se acercó a decirle que le habían tomado las medidas para cambiarlo de ropa y lo revisaron por las heridas. “Estábamos a casi un mes de estar ahí –dijo–, yo no entendía bien, pero él me estaba preparando para un traslado, claro que esto lo pude conocer después.” Ella vomitaba todo el tiempo. El 23 de mayo a la noche empezaron a llamar a uno por uno, a él y también a ella: “Estamos atados, nos decían que nos trasladaban de un momento a otro, se murmuraban cosas, nos dábamos aliento: estábamos todos, éramos 17. Fue a la noche. En un momento dado, se abre la puerta y grita uno, no sé quién: ¡O8 vuelve a las cuchas! O8 era yo. Y fue la última vez que los vi”.

Ellos formaron parte de la masacre de Monte Grande. Ella no: era la única embarazada del grupo. “Me volvieron a atar y a mí me agarraron unas ganas de llorar, de gritar, ya no me importaba nada y en ese momento Violeta (Irma Beatriz Sayago) se alcanzó a sacar la esposa y vino a mi cucha con un enorme riesgo y sacudiéndome me dijo: ‘Elena, date cuenta de que sos la única que tiene posibilidades de contar esto’, y eso fue como una paz y ésas son las palabras que tuve en cuenta para resistir y salvar la vida.”

A mediados de mayo empezaron la construcción de la Sala Q. A Elena la llevaron ahí. La hacían trabajar en la Jefatura: limpiar, hacer café, mate y también las ponían a hacer las listas: nombre, nombre de guerra, organización y el nombre en El Vesubio. Durán Sáenz era el jefe pero en ese momento dormía en el CRI (Central Reunión de Inteligencia) en La Tablada. Ella pasó a ser parte de sus propiedades. El 20 de junio era feriado, pero él no se fue como hacía todos los fines de semana a escuchar misa y ver a su familia: “Ese 20 de junio no se fue, yo estaba en la jefatura con Elsa, me dijo que preparara algunas ropas, me iban a trasladar, y me mete en un auto, me lleva al Regimiento de La Tablada, a su cuarto, me viola, me deja todo ese día atada a la cama”.

La dejó sin comer ni beber, atada a la cama. A la noche, dos de los guardias la devolvieron a El Vesubio. A fines de octubre, el embarazo estaba a término. En el centro había preparativos porque llegaba una autoridad de los campos: se hacía limpieza, había corridas y nervios. “¡Si no te salvás hoy que viene el jefe, no te salvas más!”, le dijo algún guardia. El jefe era Guillermo Suárez Mason. Ella se quedó en la Jefatura, escuchó que leían los nombres de la Sala Q, iban uno por uno: “Cuando llegaron a mí, escucho que dicen: ‘La tenemos acá’”. ¿Quiere verla?, le preguntaron. ¿La tabicamos? Suárez Mason la vio a cara descubierta. “Nunca olvidaré la cara de odio”, dijo ella. Suárez Mason le preguntó si sus padres sabían del embarazo, ella dijo que sí. Le preguntó entonces si no quería dejar a su hijo con una familia de militares.

“Para mí fue una pregunta trampa”, dijo Elena. Y recordó su mentira: “No señor, porque yo señor soy de educación católica, hice la escuela en María Auxiliadora y me han enseñado que la cruz tenemos que asumirla”.

La miró. Y le dio “inmediata libertad”.

Salió de El Vesubio alrededor del 2 o 3 de noviembre. Hacía mucho tiempo su médico le había dicho que la fecha probable del parto era un día después.

El testimonio continúa hoy. Elena pidió además que se declare delito de lesa humanidad a la violencia sexual hacia las mujeres.

miércoles, 2 de febrero de 2011

Los otros efectos del terror

El testimonio de Gabriela Fernanda Taranto, hermana de una desalarecida en El Vesubio"

En mayo de 1977, Rosa Taranto, embarazada de siete meses, fue secuestrada junto a Horacio Altamiranda y su hermana mayor. Ella nunca apareció; su hermana sí, pero murió a los 39 años. Cristian, hijo de Rosa, también falleció trágicamente.
Por Alejandra Dandan

El presidente del Tribunal Oral Federal 2 porteño le pidió que contara todo lo que supiera sobre el secuestro de su hermana Rosa Luján Taranto, una de las 154 víctimas del centro clandestino El Vesubio. Gabriela Fernanda Taranto se había sentado en la sala de audiencias de Comodoro Py, donde estos días se reinician los debates orales en los juicios por crímenes de lesa humanidad cometidos bajo la dictadura. Como pudo, empezó a explicar lo que pasó ese 13 de mayo de 1977, en un barrio obrero de Florencio Varela, cuando ella tenía entre cinco y seis años: “Mi hermana vivía con su marido y dos nenes y estaba embarazada de siete meses”, explicó. “La noche que desapareció, por lo que después nos dijo mi otra hermana que estaba con ellos, entraron y rompieron todo, sacaron a los chicos, una persona agarró la foto del abuelo paterno, se la dio a un vecino y le pidió que se los entregara a ellos. Después los encapucharon, los subieron a los autos y se los llevaron.”

Con muchos de los datos en blanco y una historia armada con borradores, Gabriela dijo que mientras tanto ella estaba en la casa de su madre, en el barrio La Carolina, cerca. Su hermana Rosa vivía con Horacio Altamiranda en Villa Mónica, un barrio obrero; él era delegado en una fábrica y ambos militaban en el PRT-ERP. Cuando los secuestraron, la tercera hermana estaba con ellos y se la llevaron también. Primero, posiblemente, a la comisaría de Florencio Varela y luego, a El Vesubio. Tenían 19 y 20 años.

“Lo que no sé es cuántos días pasaron –dijo–, porque una madrugada apareció mi hermana mayor descalza, golpeando la puerta de casa, diciendo que se habían llevado a mi otra hermana.” Llovía, recordó. Y no dijo más nada. Esa hermana les contó que se los habían llevado secuestrados. “No sé por qué a ella la largaron, lo que nos contó es que sintió el ruido de una tranquera y ruido de campo, digamos, era lo único que nos decía, no tenía más precisión.” Esa hermana más grande murió de HIV a los 39 años. Cuando la fiscalía intentó preguntar a Gabriela si creía que también eso era una consecuencia de lo que había pasado, dijo: “Obvio”.

“Yo estaba en primer grado. Una noche estaba con mi mamá, estábamos solas, entraron. Me acuerdo patente del coche porque la casa estaba como en un descampado, se sentían de noche los ruidos, el ruido del auto, portazos, botas y bueno: la puerta voló.” Gabriela estaba acostada. “Me acuerdo de uno arriba de la cama, con la ametralladora me estaba apuntando en la cabeza, los otros tiraban ropa, fotos, buscaban armas, no sé si mataron al perro de mi hermana que se había traído mi mamá.” Se fueron, pero ellas empezaron a ser vigiladas. “Cuando mi mamá fue a la comisaría de Florencio Varela a preguntar, le dijeron, disculpe la expresión –aclaró–, que se dejara de romper las pelotas, que no la busque directamente.”

Recorrieron hospitales y comisarías. Presentaron hábeas corpus. Y volvieron a escuchar los golpes en la casa: “Esta vez fue más fuerte. Entraron tirando todo, golpeando más violentamente; me volvieron a apuntar con una ametralladora en la cabeza, le dijeron a mi mamá que se dejara de romper las pelotas, que no la busque más porque no existía”. Si seguía adelante, iban a matar además a la mayor, que a esa altura por seguridad vivía con su padre. Y a la “guachita esa que tenés en la cama”.

“Mi mamá siguió buscándola por todos lados pero nunca más supimos nada –dijo Gabriela–: tenía un amigo, pero tampoco lo vimos más, nunca más volvió. Directamente, como si se lo hubiese tragado la tierra.”

Gabriela supo algo de lo que sucedió con su hermana a través de las pocas sobrevivientes de ese año en el centro clandestino. Entre otras, Susana Reyes, que también estaba embarazada. “Me contó que las dos, entre comillas, se hicieron amigas y charlaban mucho; que les habían cortado el pelo por los piojos; que con la panza que tenían la ropa les quedaba muy ajustada; que dependía de las guardias si podían bañarse o comer.” A Rosa la trasladaron a dar a luz a la maternidad clandestina de Campo de Mayo. “Me contó Susana que Rosa estaba contenta porque le habían dicho que cuando naciera el bebé se lo iban a dar a mi mamá, cosa que nunca pasó.”

Alguna de las sobrevivientes del campo dijo además que pese a que ese bebé estuvo poco tiempo con Rosa, ella alcanzó a llamarla María Luján. Luego se la quitaron. Se supo que el Movimiento Familiar Cristiano la entregó en adopción; una familia la adoptó legalmente y, ya con el nombre de Belén, la alentó a que buscara sus orígenes. En 2005, ella llamó al 0800 de Abuelas de Plaza de Mayo; en 2007 se estableció su identidad y hoy trabaja con Abuelas de la provincia de Córdoba.

Sus dos hermanos más grandes, Cristian y Natalia, terminaron la noche del 13 de mayo en lo de sus abuelos paternos. Irma Rojas los crió pero Cristian –dice ahora la abuela– siempre estaba caído, como preguntándose para qué vivía sin la presencia de sus papás. Dejó a la abuela. Una y otra vez caía detenido. La última vez cayó preso en la comisaría de Florencio Varela, tal vez la misma que una y otra vez aparece en el relato de su tía, donde podrían haber estado sus padres secuestrados antes de El Vesubio, donde su abuela había ido a preguntar por ellos y escuchó aquello de “déjese de hinchar las pelotas”. Irma Rojas no sabe todavía bien qué es lo que pasó esa última vez. Hubo un incendio: “Dicen que empezó con un cigarrillo, y se quemaron los colchones, eso me dijeron en la comisaría. Cuando me llaman del hospital y voy, me dicen que él estaba muy mal y quemado, que los colchones están hechos con un material que se quema en un minuto, tenía las manos quemadas, las piernas, la cara, pero más fue por el humo que tragó”, le cuenta a Página/12. Cristian murió a mediados de los ’90, dos días después del incendio. Su abuela cree que el humo potenció un problema que había empezado a tener en los pulmones por los golpes recibidos cada vez que la policía lo detenía.

Nadie preguntó si todo esto debe medirse entre los efectos de la represión. Hasta ayer, Cristian era uno de los nombres que aparecían entre los “prófugos civiles” del registro del Ministerio de Seguridad de la provincia de Buenos Aires.