Elena Alfaro, sobreviviente de El Vesubio.
Siete meses estuvo secuestrada, embarazada, padeció el infierno. El responsable directo de su cautiverio, Pedro Durán Sáenz, goza todavía de libertad. Suárez Mason la dejó salir. Su parto estaba previsto para un día después.
Por Alejandra Dandan
De pronto, Elena Alfaro habló directamente con el presidente del Tribunal. “Ellos ya se habían dado cuenta: yo estaba embarazada de cuatro meses, señor presidente, mi embarazo era notorio, pero el sadismo era violarse a las embarazadas.” Y el sadismo llegó a más: “En los campos vimos lo que no tenía que verse, y el traidor fue fabricado adentro de los campos: eso es lo que pasó, señor, si vamos a decir la verdad, que sea esa.”
Elena Alfaro estuvo siete meses en El Vesubio. Es una de las pocas sobrevivientes de 1977. Su testimonio era uno de los más esperados en las audiencias que sigue el Tribunal Oral Federal 4, y el último posiblemente antes del comienzo de los alegatos. Los miedos con los que ella bajó en Ezeiza en 1985 para declarar ante la Conadep tal vez todavía expliquen que desde hace meses busca lugares alternativos a las embajadas o consulados argentinos en el exterior para dar su testimonio. Ayer declaró finalmente desde una organizacion no gubernamental en Francia. A las ocho treinta de la mañana argentina, se conectó a una computadora. Aquel hombre, Pedro Durán Sáenz, uno de los sujetos del sadismo, el jefe del centro clandestino, a quien ella llamó todopoderoso, el que se regodeó con las violaciones y a quien su testimonio duro y crudo terminó de hundir como pocas veces había sucedido, estaba ahí, sentado frente a la pantalla, con la cara semidormida y pesada rebotando contra una pared. Y peor: si Elena Alfaro hubiese declarado en Buenos Aires podría haberse cruzado con él en uno de los pasillos de Comodoro Py durante los intervalos: como sucede con los otros dos militares acusados, el jefe de El Vesubio está en libertad –como recordó ayer uno de los abogados–, está excarcelado por las garantías del debido proceso. El juez Daniel Rafecas puede detenerlo por las pruebas de Vesubio II, pero no lo hace. Afortunadamente, Elena Alfaro no se lo cruzó, porque se quedó en Francia.
El infierno
A ella la secuestraron en la medianoche del 19 de abril del ’77, a cuatro días de sus 25 años. Estaba en su casa con el camisón que meses después prestó a una de las secuestradas que iba a dar a luz. Descansaba por el estado de su propio embarazo y, aunque no lo sabía, a las cuatro de la tarde habían secuestrado a su compañero Luis Alberto Fabbri en una cita cantada. A Elena la llevaron a El Vesubio. “Me llevan a sala de torturas, escucho los gritos terribles de todo el mundo, porque ahí había diferentes salas”, dijo. Desnuda, atada de manos y piernas, la picana. Le hicieron ver las torturas de Luis, y a él las suyas: Luis estaba destrozado, dijo, “la cara hinchada y las encías sangrantes, lo atan a la misma cama conmigo, ahí pudimos hablar”.
Pudo ver las botas que había visto en la sala de torturas: las botas que eran de Durán Sáenz. Todavía tenía referencias. “Eran referencias que podíamos ir teniendo porque uno pierde los sentidos del tiempo, no sabe si es de día o de noche, no tengo idea de cuánto pasó, si oigo los gritos y reconozco las voces.”
Pasó por un régimen duro en las cuchas de mujeres: esas dos habitaciones contiguas, sin puertas y con las ventanas clausuradas, y con un gancho a la altura del zócalo de cada celda, desde donde ataban a las mujeres con cadenas. “El castigo más terrible era cuando alguno no cumplía las reglas –dijo–, había palizas para todos, y en un lugar donde la vida estaba totalmente desarticulada, si nos odiaban todos los días, vivíamos sumergidos en el odio.” Era el comienzo de la despersonalización, el momento en el que empezó a ser “O-8”.
“Esto quiero englobarlo en un pensamiento –dijo–: no fue por azar, tuvo que ver con una ideología bien determinada que permitió este tipo de genocidio, como por ejemplo buscar un lugar aislado donde estábamos separados del exterior: nadie podía ver de afuera ni nosotros el exterior.” En ese territorio “extrajurídico” se hacían a la idea de que la ley la hacían los “señores de la muerte”: el jefe del campo era el encargado de hacer la ley.
Durán Sáenz aseguraba formar parte de una elite de “contrainteligencia”: todos los que estaban ahí eran hombres de Inteligencia, de la Policía Federal, la bonaerense o del Ejército, pero la “contrainteligencia era la casta superior”. Y en esos primeros días en que estuvo supo que Durán Sáenz usaba a las mujeres como mano de obra esclava. “Siempre había una que iba y venía de la jefatura, y traía información.” En esos días, había traído a dos secuestradas del infierno: el jefe las seleccionó, dijo ella, él mismo decía que estaban muy flacas, en estado animal, él les daba de comer, las dejaba bañar y a Silvia la obligó a vivir con él. “Esa idea de traer mujeres a El Vesubio no fue por azar –explicó–: Durán Sáenz organizaba robos de autos en los camiones mosquito que transportan autos 0 K haciendo participar a mujeres, para decir que lo hacían los Montoneros”.
Los autos que repartió entre su gente le ocasionaron algún problema. Un día les cambiaron las ropas a las dos mujeres, las torturaron y las llevaron a las cuchas: en ese momento Elena las conoció, y esa misma noche, en pleno silencio, las trasladaron.
Su testimonio más que en escenas abundó en datos: mencionó a la médica y la enfermera del Hospital de Quilmes, a Elizabeth Kasemann, Héctor Oesterheld, con el que pasó los siete meses, y aclaró que mientras estuvo habrán pasado entre 2500 y 3000 personas. Habló del intercambio de prisioneros como el caso de un secuestrado de la ESMA que pusieron en la sala Q, donde llegó a visitarlo Adolfo Scilingo. También de listados que se escribían todos los días con el relevamiento de los detenidos y de la violencia sexual a la mujer.
El 18 de mayo despidió a su compañero: Luis se acercó a decirle que le habían tomado las medidas para cambiarlo de ropa y lo revisaron por las heridas. “Estábamos a casi un mes de estar ahí –dijo–, yo no entendía bien, pero él me estaba preparando para un traslado, claro que esto lo pude conocer después.” Ella vomitaba todo el tiempo. El 23 de mayo a la noche empezaron a llamar a uno por uno, a él y también a ella: “Estamos atados, nos decían que nos trasladaban de un momento a otro, se murmuraban cosas, nos dábamos aliento: estábamos todos, éramos 17. Fue a la noche. En un momento dado, se abre la puerta y grita uno, no sé quién: ¡O8 vuelve a las cuchas! O8 era yo. Y fue la última vez que los vi”.
Ellos formaron parte de la masacre de Monte Grande. Ella no: era la única embarazada del grupo. “Me volvieron a atar y a mí me agarraron unas ganas de llorar, de gritar, ya no me importaba nada y en ese momento Violeta (Irma Beatriz Sayago) se alcanzó a sacar la esposa y vino a mi cucha con un enorme riesgo y sacudiéndome me dijo: ‘Elena, date cuenta de que sos la única que tiene posibilidades de contar esto’, y eso fue como una paz y ésas son las palabras que tuve en cuenta para resistir y salvar la vida.”
A mediados de mayo empezaron la construcción de la Sala Q. A Elena la llevaron ahí. La hacían trabajar en la Jefatura: limpiar, hacer café, mate y también las ponían a hacer las listas: nombre, nombre de guerra, organización y el nombre en El Vesubio. Durán Sáenz era el jefe pero en ese momento dormía en el CRI (Central Reunión de Inteligencia) en La Tablada. Ella pasó a ser parte de sus propiedades. El 20 de junio era feriado, pero él no se fue como hacía todos los fines de semana a escuchar misa y ver a su familia: “Ese 20 de junio no se fue, yo estaba en la jefatura con Elsa, me dijo que preparara algunas ropas, me iban a trasladar, y me mete en un auto, me lleva al Regimiento de La Tablada, a su cuarto, me viola, me deja todo ese día atada a la cama”.
La dejó sin comer ni beber, atada a la cama. A la noche, dos de los guardias la devolvieron a El Vesubio. A fines de octubre, el embarazo estaba a término. En el centro había preparativos porque llegaba una autoridad de los campos: se hacía limpieza, había corridas y nervios. “¡Si no te salvás hoy que viene el jefe, no te salvas más!”, le dijo algún guardia. El jefe era Guillermo Suárez Mason. Ella se quedó en la Jefatura, escuchó que leían los nombres de la Sala Q, iban uno por uno: “Cuando llegaron a mí, escucho que dicen: ‘La tenemos acá’”. ¿Quiere verla?, le preguntaron. ¿La tabicamos? Suárez Mason la vio a cara descubierta. “Nunca olvidaré la cara de odio”, dijo ella. Suárez Mason le preguntó si sus padres sabían del embarazo, ella dijo que sí. Le preguntó entonces si no quería dejar a su hijo con una familia de militares.
“Para mí fue una pregunta trampa”, dijo Elena. Y recordó su mentira: “No señor, porque yo señor soy de educación católica, hice la escuela en María Auxiliadora y me han enseñado que la cruz tenemos que asumirla”.
La miró. Y le dio “inmediata libertad”.
Salió de El Vesubio alrededor del 2 o 3 de noviembre. Hacía mucho tiempo su médico le había dicho que la fecha probable del parto era un día después.
El testimonio continúa hoy. Elena pidió además que se declare delito de lesa humanidad a la violencia sexual hacia las mujeres.
Siete meses estuvo secuestrada, embarazada, padeció el infierno. El responsable directo de su cautiverio, Pedro Durán Sáenz, goza todavía de libertad. Suárez Mason la dejó salir. Su parto estaba previsto para un día después.
Por Alejandra Dandan
De pronto, Elena Alfaro habló directamente con el presidente del Tribunal. “Ellos ya se habían dado cuenta: yo estaba embarazada de cuatro meses, señor presidente, mi embarazo era notorio, pero el sadismo era violarse a las embarazadas.” Y el sadismo llegó a más: “En los campos vimos lo que no tenía que verse, y el traidor fue fabricado adentro de los campos: eso es lo que pasó, señor, si vamos a decir la verdad, que sea esa.”
Elena Alfaro estuvo siete meses en El Vesubio. Es una de las pocas sobrevivientes de 1977. Su testimonio era uno de los más esperados en las audiencias que sigue el Tribunal Oral Federal 4, y el último posiblemente antes del comienzo de los alegatos. Los miedos con los que ella bajó en Ezeiza en 1985 para declarar ante la Conadep tal vez todavía expliquen que desde hace meses busca lugares alternativos a las embajadas o consulados argentinos en el exterior para dar su testimonio. Ayer declaró finalmente desde una organizacion no gubernamental en Francia. A las ocho treinta de la mañana argentina, se conectó a una computadora. Aquel hombre, Pedro Durán Sáenz, uno de los sujetos del sadismo, el jefe del centro clandestino, a quien ella llamó todopoderoso, el que se regodeó con las violaciones y a quien su testimonio duro y crudo terminó de hundir como pocas veces había sucedido, estaba ahí, sentado frente a la pantalla, con la cara semidormida y pesada rebotando contra una pared. Y peor: si Elena Alfaro hubiese declarado en Buenos Aires podría haberse cruzado con él en uno de los pasillos de Comodoro Py durante los intervalos: como sucede con los otros dos militares acusados, el jefe de El Vesubio está en libertad –como recordó ayer uno de los abogados–, está excarcelado por las garantías del debido proceso. El juez Daniel Rafecas puede detenerlo por las pruebas de Vesubio II, pero no lo hace. Afortunadamente, Elena Alfaro no se lo cruzó, porque se quedó en Francia.
El infierno
A ella la secuestraron en la medianoche del 19 de abril del ’77, a cuatro días de sus 25 años. Estaba en su casa con el camisón que meses después prestó a una de las secuestradas que iba a dar a luz. Descansaba por el estado de su propio embarazo y, aunque no lo sabía, a las cuatro de la tarde habían secuestrado a su compañero Luis Alberto Fabbri en una cita cantada. A Elena la llevaron a El Vesubio. “Me llevan a sala de torturas, escucho los gritos terribles de todo el mundo, porque ahí había diferentes salas”, dijo. Desnuda, atada de manos y piernas, la picana. Le hicieron ver las torturas de Luis, y a él las suyas: Luis estaba destrozado, dijo, “la cara hinchada y las encías sangrantes, lo atan a la misma cama conmigo, ahí pudimos hablar”.
Pudo ver las botas que había visto en la sala de torturas: las botas que eran de Durán Sáenz. Todavía tenía referencias. “Eran referencias que podíamos ir teniendo porque uno pierde los sentidos del tiempo, no sabe si es de día o de noche, no tengo idea de cuánto pasó, si oigo los gritos y reconozco las voces.”
Pasó por un régimen duro en las cuchas de mujeres: esas dos habitaciones contiguas, sin puertas y con las ventanas clausuradas, y con un gancho a la altura del zócalo de cada celda, desde donde ataban a las mujeres con cadenas. “El castigo más terrible era cuando alguno no cumplía las reglas –dijo–, había palizas para todos, y en un lugar donde la vida estaba totalmente desarticulada, si nos odiaban todos los días, vivíamos sumergidos en el odio.” Era el comienzo de la despersonalización, el momento en el que empezó a ser “O-8”.
“Esto quiero englobarlo en un pensamiento –dijo–: no fue por azar, tuvo que ver con una ideología bien determinada que permitió este tipo de genocidio, como por ejemplo buscar un lugar aislado donde estábamos separados del exterior: nadie podía ver de afuera ni nosotros el exterior.” En ese territorio “extrajurídico” se hacían a la idea de que la ley la hacían los “señores de la muerte”: el jefe del campo era el encargado de hacer la ley.
Durán Sáenz aseguraba formar parte de una elite de “contrainteligencia”: todos los que estaban ahí eran hombres de Inteligencia, de la Policía Federal, la bonaerense o del Ejército, pero la “contrainteligencia era la casta superior”. Y en esos primeros días en que estuvo supo que Durán Sáenz usaba a las mujeres como mano de obra esclava. “Siempre había una que iba y venía de la jefatura, y traía información.” En esos días, había traído a dos secuestradas del infierno: el jefe las seleccionó, dijo ella, él mismo decía que estaban muy flacas, en estado animal, él les daba de comer, las dejaba bañar y a Silvia la obligó a vivir con él. “Esa idea de traer mujeres a El Vesubio no fue por azar –explicó–: Durán Sáenz organizaba robos de autos en los camiones mosquito que transportan autos 0 K haciendo participar a mujeres, para decir que lo hacían los Montoneros”.
Los autos que repartió entre su gente le ocasionaron algún problema. Un día les cambiaron las ropas a las dos mujeres, las torturaron y las llevaron a las cuchas: en ese momento Elena las conoció, y esa misma noche, en pleno silencio, las trasladaron.
Su testimonio más que en escenas abundó en datos: mencionó a la médica y la enfermera del Hospital de Quilmes, a Elizabeth Kasemann, Héctor Oesterheld, con el que pasó los siete meses, y aclaró que mientras estuvo habrán pasado entre 2500 y 3000 personas. Habló del intercambio de prisioneros como el caso de un secuestrado de la ESMA que pusieron en la sala Q, donde llegó a visitarlo Adolfo Scilingo. También de listados que se escribían todos los días con el relevamiento de los detenidos y de la violencia sexual a la mujer.
El 18 de mayo despidió a su compañero: Luis se acercó a decirle que le habían tomado las medidas para cambiarlo de ropa y lo revisaron por las heridas. “Estábamos a casi un mes de estar ahí –dijo–, yo no entendía bien, pero él me estaba preparando para un traslado, claro que esto lo pude conocer después.” Ella vomitaba todo el tiempo. El 23 de mayo a la noche empezaron a llamar a uno por uno, a él y también a ella: “Estamos atados, nos decían que nos trasladaban de un momento a otro, se murmuraban cosas, nos dábamos aliento: estábamos todos, éramos 17. Fue a la noche. En un momento dado, se abre la puerta y grita uno, no sé quién: ¡O8 vuelve a las cuchas! O8 era yo. Y fue la última vez que los vi”.
Ellos formaron parte de la masacre de Monte Grande. Ella no: era la única embarazada del grupo. “Me volvieron a atar y a mí me agarraron unas ganas de llorar, de gritar, ya no me importaba nada y en ese momento Violeta (Irma Beatriz Sayago) se alcanzó a sacar la esposa y vino a mi cucha con un enorme riesgo y sacudiéndome me dijo: ‘Elena, date cuenta de que sos la única que tiene posibilidades de contar esto’, y eso fue como una paz y ésas son las palabras que tuve en cuenta para resistir y salvar la vida.”
A mediados de mayo empezaron la construcción de la Sala Q. A Elena la llevaron ahí. La hacían trabajar en la Jefatura: limpiar, hacer café, mate y también las ponían a hacer las listas: nombre, nombre de guerra, organización y el nombre en El Vesubio. Durán Sáenz era el jefe pero en ese momento dormía en el CRI (Central Reunión de Inteligencia) en La Tablada. Ella pasó a ser parte de sus propiedades. El 20 de junio era feriado, pero él no se fue como hacía todos los fines de semana a escuchar misa y ver a su familia: “Ese 20 de junio no se fue, yo estaba en la jefatura con Elsa, me dijo que preparara algunas ropas, me iban a trasladar, y me mete en un auto, me lleva al Regimiento de La Tablada, a su cuarto, me viola, me deja todo ese día atada a la cama”.
La dejó sin comer ni beber, atada a la cama. A la noche, dos de los guardias la devolvieron a El Vesubio. A fines de octubre, el embarazo estaba a término. En el centro había preparativos porque llegaba una autoridad de los campos: se hacía limpieza, había corridas y nervios. “¡Si no te salvás hoy que viene el jefe, no te salvas más!”, le dijo algún guardia. El jefe era Guillermo Suárez Mason. Ella se quedó en la Jefatura, escuchó que leían los nombres de la Sala Q, iban uno por uno: “Cuando llegaron a mí, escucho que dicen: ‘La tenemos acá’”. ¿Quiere verla?, le preguntaron. ¿La tabicamos? Suárez Mason la vio a cara descubierta. “Nunca olvidaré la cara de odio”, dijo ella. Suárez Mason le preguntó si sus padres sabían del embarazo, ella dijo que sí. Le preguntó entonces si no quería dejar a su hijo con una familia de militares.
“Para mí fue una pregunta trampa”, dijo Elena. Y recordó su mentira: “No señor, porque yo señor soy de educación católica, hice la escuela en María Auxiliadora y me han enseñado que la cruz tenemos que asumirla”.
La miró. Y le dio “inmediata libertad”.
Salió de El Vesubio alrededor del 2 o 3 de noviembre. Hacía mucho tiempo su médico le había dicho que la fecha probable del parto era un día después.
El testimonio continúa hoy. Elena pidió además que se declare delito de lesa humanidad a la violencia sexual hacia las mujeres.
Reproducimos la declaracion de Elena Alfaro en el blog.
ResponderEliminarSaludos.